Estudio el estado de la lingüística en la Edad Media. Muchas veces me pregunto cuánto tiene de ventajosa esta época en la que vivo respecto a las anteriores. Es cierto, tenemos vidas largas, pero tengo la impresión de haber pagado por ello un precio demasiado alto. En algún bolsillo de la mochila que cuelga en esa pared hay un trozo de plástico con mi fotografía, mi firma y nueve dígitos que me componen. Esa soy yo. Por si acaso, también está impreso mi nombre: Carmen Inmaculada Márquez Barboteo. Esa no soy yo, pienso.
Vivimos mejor: tenemos coches, tenemos cómodas casas, tenemos demasiada ropa, comida prefabricada, tenemos vibradores, cuchillas de afeitar, televisores, equipos de música, tenis, tacones, botas, patatas de bolsa, tenemos secadores de pelo, duchas. Yo diría que nosotros no tenemos: nos tienen. Creemos que vivimos mejor cuando la verdad es que, en la mayoría de los casos, no conocemos otra forma de vida que no sea esta.
Yo no soy una serie numérica ni mi talla de sujetador, ni soy lo que como -a pesar de lo que digan los nutricionistas-, no soy lo que calzo ni lo que elijo ver por televisión. Si me despojaran de este carnet y del resto de objetos que creo que me pertenecen o a los que creo pertenecer, seguiría viva y probablemente más cerca de cualquier verdad, y más lejos del plástico. Pero la elección es mía y no la hago. Siempre pienso: aún no sería capaz. Así que me limito a saborear los segundos febriles que esta realidad me ofrece, de vez en cuando.
Por ejemplo, ahora. Estudio en una habitación cercana al mar y por algún fino resquicio entre las ventanas ha llegado a esta parte del cuarto un aroma distinto. Este año se está adelantando. Olvido la Edad Media, arrojó la lingüística a otra parte y me centro en ese rastro que deja el aire calentado en las cortinas: la primavera no puede fabricarse y por eso me gusta.